• 1 - La salida

    Cuando éramos chicos, soñabamos con ir sobre el mar. Ahora que somos grandes, cumplimos. 

    Inscripción viking (cuya referencia no encuentro más)

     

    1 

    Partir no es fácil.

    Aunque la gana venga de la infancia, una vez al pie del avión, no es fácil. (Sobre todo por una escalera rodante, entonces no existían las mangas de embarque.)

    Sin embargo había soñado mucho con este viaje, esta aventura. Me había registrado en un programa para la Migraciones Europeas ; me habían aceptado, podía partir al extranjero.

     

    En cuanto a experiencia profesional, sólo tenía un año, en Ricqlès Zan, una fábrica de regaliz y otros caramelos, como secretaria trilingue (taquigrafía, dactilografía y redacción mercantil, así como me ven), en las polvorientas oficinas contiguas a la fábrica de Moussac, en el departamento francés del Gard. Ahí pesqué mis primeras caries, llenándome los bolsillos de los caramelos que las máquinas expulsaban ochos horas al día. De todas formas, ése era la única ventaja de vestir una blusa de trabajo : los bolsillos. Para los caramelos. La empresa nos obligaba a llevar una, incluso en las oficinas. Terminado el mes de prueba, contrato de trabajo en mano, refunfuñé que en los colegios, mayo del 1968 había terminado con eso de vestir blusas, justamente... Pero el espíritu sesenta y ochero nunca había llegado a Moussac. Durante el año que pasé en la empresa, consideré una cuestión de honor llevar siempre la misma blusa y no lavarla nunca. Los bolsillos pegajorosos por el azucar de los caramelos retenían el paquete de Gauloises y mi encededor pegaba a los dedos. Se me ocurrió solicitar una silla con ruedas, para cruzar el metro cincuenta que separaba mi máquina de escribir de mi despacho. Me dieron a entender que una silla así se merecía, con el comportamiento Y la antiguedad en la empresa. Cansada de las idas y vueltas, silla a dos manos pegada el traste veinte veces por día, negocié, pidiendo que me den otra entonces, incluso sin rueditas, si las rueditas eran un lujo... pero nada !

    Había dejado el seno familiar y vivía cerca de Sommières, en viviendas que, al pasar el tiempo, se transformaban invariablemente en casa de Aprendices y Oficiales picapedreros. Jacques tenía los ojos azules de su madre, rizos que volaban al viento, y se preparaba a recibirse de Oficial Compagnon du Devoir de Liberté. Terminada su jornada, volvía del trabajo siempre cubierto de una capa fina y blanca de partículas de piedra. Vivíamos la Historia de Francia por la herramienta del artesano, delirando en catedrales y capillas, llenas de arcos de medio punto y estatuas, piedra de Pondres y de Castries, lunas llenas en las canteras. Si algo aprendí con ellos, es eso : la mano primero, el trabajo bien hecho y la humildad del tiempo necesario para realizarlo.

    Desde el fondo de los siglos, los antepasados nos transmitieron estos valores sobre los monumentos y los edificios. Los valores todavía están. Los ví, sólo algunos, que arranqué a los Compagnons,  – con mucha lucha, pues las mujeres no debía acercarse a aquellos secretos –. Los Compagnons mostraban escasa voluntad de compartir su saber, a pesar de mis indignaciones frente a tapujos que yo juzgaba infantiles e indignos de una cultura centenaria común.

    Cuando el Office des Migrations Européennes me pregunto qué país había elegido como destino, indiqué vagamente América Latina. Me otorgaron una visa para Argentina, 50 por ciento de reducción sobre el vuelo Paris-Buenos Aires, vivienda y comida hasta que encuentre un trabajo.

     Me presentaron un señor muy grande, tío o abuelo de vecinos de mis padres, quién había vivido en Argentina a eso de principio del siglo pasado. ¿ Qué podía decir él, decenios después, en pocas frases, a una joven que no conocía nada de aquel país ? Pienso que se planteó el problema con mucho serio, et optó por la descripción siguiente :

    « – Es un país inmenso, hecho de escalones muy anchos y largos, que suben del Atlántico hasta la Cordillera. »

    No habían aviones, en la época de este señor, para ir de prisa y no ver nada. Muy a menudo pensé en su descripción, años más tarde, en micros que recorrían, rumbo al Oeste, kilómetros interminables de rutas de ripio.

    Me preparé entonces un viaje a Argentina. Una noche en que volvía tarde a casa, encontré mi Compagnon en compañía.

    Agarré una bolsa de dormir de duvet en el comedor, agarré el atlas y pasé el resto de la noche en las páginas de América del Sur. Al día siguiente me mudaba.

    Me encontré en Sardan, un minúsculo pueblito en la ruta de Quissac, en la mansión de Olivier de Sardan, etnólogo en el CNRS y gran señor, que albergaba bastante gente en su morada. Había empapelado las magníficas bóvedas de su sala de música con cajas de huevos, y una vez por semana, una banda venía ensayar. Yo pagaba mi alquiler con algunas traducciones en inglés de sus artículos sobre pueblos africanos, en la espera de salir del país. Una cena con champagne festejó dignamente el acontecimiento con mis amigos, luego tomé el tren para Paris, dirección Roissy.

    Los que más tristes estuvieron, fueron mis padres. Inquietos también, pero no lo querían mostrar. Su hija única se iba a Argentina por un año. Iban a transcurrir diez.

    Es difícil partir. Aún más cuando Jacques encontró un teléfono y me llamó el día antes que me fuera. Así fue cómo me encontré despegando una noche de 1980, llorándome todo, de Paris para Buenos Aires, en un Boing 747 de Aerolíneas Argentinas. Tenía 23 años.

     

     

    Música : Bernard Lavilliers, (Francés) "La Musique"

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